Era el entierro de un pariente lejano, supongo que de la familia de mi papá ya que estaba mi abuelo, poco afecto a las ceremonias religiosas o el culto a los muertos.
El cortejo se alejaba por la calle principal del cementerio. Mi abuelo y yo íbamos tomados de la mano; él me tironeó para apartarme del grupo y comenzamos a caminar por una calle lateral cercados por las puertas de las bóvedas.
Finalmente, llegamos a un sector abierto en la periferia con tumbas en la tierra; se alcanzaba a ver uno de los muros blancos laterales que separaban el cementerio de una avenida, con poco tránsito aquella mañana de sábado. Mi abuelo aminoró la marcha y comenzó a mirar hacia un lado y otro, hasta que me hizo detener frente a una sepultura.
Un grito que surgía de atrás nuestro nos sobresaltó. Era mamá, que me llamaba preocupada. La vimos aparecer agitada, saliendo de una callecita angosta tras la sombra de las bóvedas. Se detuvo en cuanto nos vio; mi abuelo levantó su mano y ella se alejó, aliviada de saber que no me había perdido.
Ahora sí tuve tiempo de leer la lápida: decía Francisco y el apellido de mi abuelo, que era también el mío.– Es Paco- fue lo único que dijo mientras juntó ambas manos detrás de la espalda. No sé si lo imaginé, pero advertí una mínima grieta de ronquera en su voz.
Entre todas las historias que me había contado por las noches sobre su hermano más querido, ninguna mencionaba ese destino, tan cercano a donde vivíamos.
Nos quedamos un rato en silencio hasta que, apenas cambiando la expresión de su cara, me tomó bruscamente de la mano como despabilándose de pronto: -Vamos- ordenó. Dudé, quería dejarlo un poco más con Paco, y yo aprenderme la placa oxidada, el cuenco seco para poner las flores y las marcas del mármol.
Me llevó con firmeza a la salida a reunirnos con los demás parientes que se despedían, recalcando lo contentos que estaban de haberse vuelto a ver, hasta la próxima.
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